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Los viajes de entrenamiento (II)

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Algún día tendrá que hacerse un estudio científico, filosófico y religioso, acerca del poder que ejerce la pacotilla sobre el cubano. Es algo así como la kryptonita para Superman, lo seduce, lo debilita, lo anula.

Un amigo me exponía un ejemplo de nuestro subdesarrollo <Mira, cuando un colega extranjero llega a otro país para un curso, baja la escalerilla del avión y pregunta ¿Dónde están los museos? El cubano baja y pregunta… ¿Dónde están las tiendas?>

En vano Galina Fiodorovna intentó incentivar en los cubanos, que pasaron por el Centro de Entrenamiento de Novovorenezh, el amor por la historia y el arte cuando organizaba excursiones a ciudades importantes de la región del río Don. Lo primero que nunca logró fue que el ómnibus saliera a tiempo, dada la proverbial impuntualidad de los de la isla. Luego la dejaban sola a la entrada del museo y se iban de compras. No importaba que fuera invierno y que hubiera que arrastrar pesadas cajas sobre la nieve. Al final del viaje, el ómnibus regresaba con mucho menos espacio vacío y con la misma cultura con la que salió.

El tocadiscos era el equipo más preciado, el que no podía faltar en la primera compra junto con algunos discos de vinilo, se podían hallar desde clásicos del Rock como The Beatles y Queen hasta la Nueva Trova cubana como Silvio Rodríguez y Pablo Milanés. Otro equipo imprescindible era la cocina eléctrica que te liberaba, al fin, de la esclavitud del fogón de keroseno y precalentamiento con alcohol, ya fuera un Pike o un gasificador criollo. Los más afortunados y arriesgados podían comprar hasta un refrigerador. Se rellenaba con misceláneas que sirvieran para regalar a cada miembro de la familia entre las que no podían faltar zapaticos rusos, tan fuertes que eran capaces de resistir durante dos años las más impensables travesuras de un niño criollo, aunque fuera de esos que parecen ser una copia de Terminator.

Adquirir la pacotilla requería, en primer lugar, reunir dinero. Para aquellos que iban por seis meses y recibían cupones extras de alimentación, por trabajar dándole la cara a las radiaciones, había suficientes rublos en el bolsillo como para no saber qué hacer con ellos. En cambio, los que iban por sólo un mes tenían que apretarse el cinto, cenar sopa de paquetico con pan negro y vender botellas.

Otra fuente de ingresos era el módulo de invierno, trescientos rublos asignados para que pudieras abrigarte dignamente ¿para qué? Si en la tienda de comisiones podías comprar lo necesario con menos de cincuenta. No importaba que al salir a la calle estuvieras vestido como un extra de El Acorazado Potemkin. El resto era conseguir los recibos para justificar el gasto.

La carga no acompañada se despachaba un mes antes de la partida. Había que llevarla en camión hasta Moscú y una vez en el aeropuerto competir con una larga fila de vietnamitas. Toda una aventura. Aun así, el día del regreso había tantas cajas al borde de la línea, donde el tren paraba solo un minuto, que parecía increíble que al sonar el último silbato todas estuvieran arriba. Restaba el pesaje antes de abordar el avión y los malabares para no dejar ni una libra atrás.

Finalmente, el arribo a la patria con la misión cumplida: pacotilla segura. ¡Ah!  y un poco más de conocimientos.

 

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